Cada cosa en su sitio

Y la paz que pensaste que nunca llegaría, llegó. Y el miedo que pensaste que nunca se iría, se fue. Y te quedaste tú, feliz con tu compromiso adquirido para toda la vida, orgullosa de unos ojos por los que lo darías todo.

Siempre he dicho que la maternidad fue el mayor baño de realidad de mi vida. Después de haberme leído decenas de libros durante el embarazo, me tocó improvisar y hacer caso a los mayores, que para eso saben mucho más de la vida que las teorías de los más expertos. La maternidad llegó a ser, incluso, un jarro de agua fría. Durante días me preguntaba por qué había decidido complicarme así la vida. No era capaz de asimilar los cambios tan profundos que se habían producido en apenas 24 horas, cambios que, en nuestro caso concreto, nos tocó añadir a unas circunstancias ya muy difíciles para cualquiera.

Cambió mi cuerpo, que se abrió en canal para dejar pasar a esa cosita pequeña e indefensa que, de repente, dependía de mí para todo. Mi cuerpo, que nunca me dolió tanto y al que nunca volveré a sentir igual. Cambió mi mente, que tuvo que reorganizarse en cuestión de segundos. Un solo lloro y cambiaron todas mis prioridades. Un solo lloro y se agolparon de pronto todos los miedos. ¿Sabré hacerlo bien? ¿Seré lo suficientemente buena para Gabriel? Mi mente, que olvidó todo lo que sabía para poder grabar a fuego que ahora soy mamá y que nada importa más que eso. Desapareció mi memoria, desapareció mi capacidad de reacción. “Cerebro posparto”, bromeo con cierto recelo.

Y cambió mi vida, claro. Cambió tanto que al principio ni la reconocía. Se me inundaban los ojos en una rutina que, con suerte, me daba tregua para una ducha. Me tocó aprender tantas cosas de golpe que venirme abajo se convirtió en costumbre durante las primeras semanas de vida del bebé. Tuve que lidiar con unas expectativas que se fueron cayendo por su propio peso y aprender a gestionar cada caída no como un fracaso, sino como un aprendizaje de los que nos remueven para siempre.

Cambió todo, incluso el mundo exterior, sumido en el caos, del que nos llegaban mensajes confusos y desmotivadores. Encontré mucha incomprensión. Varias veces tuve que oír: “Bueno, en realidad una madre vive confinada las primeras semanas, no hay tanta diferencia con la situación actual”. “Mira el lado bueno, así no aguantas visitas”. “Piénsalo así, ahora tenéis todo el tiempo del mundo para vosotros tres”. Palabras vacías de personas que nunca tuvieron que pasar por esto. Como ya dije una vez, jamás volveré a opinar de algo que no conozca. Las posibilidades de decir tonterías como puños son enormes.

Cambió todo. Cambié yo. Entera. Y lo que en un principio parecía más un túnel sin salida que el comienzo de una aventura maravillosa, poco a poco empezó a clarear. Aprendí a sentirme eternamente agradecida con mi cuerpo por haberme regalado lo más extraordinario: vida, una vida envuelta en un ser de 3,4 kilos de dulzura y un arsenal de sonrisas para regalar. Aprendí a entender a mi mente, una mente de mamá que quizás ya no recuerde el nombre de aquel proveedor con el que colaboró una vez, pero que en cambio tarda un segundo en saber qué le pasa a Gabriel y de qué forma puedo calmarlo.

Y aprendí a amar mi vida tal y como es, la vida que yo elegí. A veces, cuando las cosas llegan tan fácil, pasamos por alto que pudo no haber sido así. Yo elegí ser mamá antes de los treinta. Gabriel no se hizo de rogar en absoluto. El embarazo evolucionó sin ninguna complicación y el parto, aunque fue largo y doloroso, se desarrolló sin necesidad de ningún tipo de intervención médica. Ahora que lo veo con perspectiva, entiendo que no existe ni un solo motivo de queja y me siento profundamente afortunada.

Gracias de nuevo, Gabriel, por seguir enseñándome tantas cosas.