Mi gran tropiezo con la lactancia materna (primera parte)

“Tranquila, es solo una crisis de lactancia. Que eres primeriza, ¿no?”, me dijeron cuando acudí a urgencias la noche del pasado sábado asustada porque Gabriel no manchaba pañales y se pasaba el día llorando desconsolado y suplicando estar pegado a mi pecho. Me fie de ellas, tres profesionales sanitarias que tenían todo el tiempo del mundo para atenderme, ya que las urgencias pediátricas estaban completamente vacías, y que sin embargo me despacharon tras haberle pesado y auscultado el pecho. “No hay más que verle, mira que despierto y reactivo está”, me decían mirando al peque que no podía parar de chillar.

Con las mismas, nos volvimos para casa y seguimos con la dinámica los tres días siguientes. Un bebé muy demandante que o bien estaba durmiendo o bien enganchado a mi teta. Me llegaron miles de recomendaciones sobre qué hacer con aquellos pechos que se me habían quedado duros como piedras tras la subida de la leche. Entre todas, una constante: ponlo al pecho todo lo que quiera, es lo mejor para los dos. Y así nos pasamos tres días: yo al borde del desquicie y él, como comprobamos después, al borde de la desnutrición.

Así son las cosas en medio de una cuarentena. No te atreves a salir de casa ni para bajar al médico (menos después de la atención y el desprecio recibido en urgencias) y toda la ayuda que llega, siempre con la mejor de las intenciones, llega de gente que no puede verte, palparte, oír a Gabriel gritar… y que se imagina por lo que puedes estar pasando solo por lo que tú cuentas, que es siempre una parte de la realidad.

Tuvimos suerte y el martes bajó un ángel a vernos. Nos tocaba la consulta habitual que se hace a la semana de vida del recién nacido y la matrona nos llamó por teléfono, ya que se están cancelando todo tipo de consultas presenciales en los centros de salud. Tras unos primeros minutos en los que parecía que estaba todo bien le empecé a contar que seguíamos sin manchar apenas pañales y que el sábado habíamos ido por urgencias al hospital, pero que nos habían dado la vuelta casi según entramos.

El tema de los pañales no le gustó nada a nuestra matrona, que enseguida quiso saber más, se asustó y me pidió que bajáramos hasta su consulta para vernos en persona. ¡Menos mal! Dentro de toda esta alarma social, agradecí más que nunca que alguien supiera guardar la cordura y distinguir lo urgente por delante de cualquier protocolo. Unos minutos más tarde estábamos allí, donde nos atendieron con todo el cariño y sin un atisbo de prisa.

Gabriel se pasó la consulta llorando a pleno pulmón, un grito al que su padre y yo ya nos habíamos ido acostumbrando con el paso de los días. “Nos salió con carácter, tiene mucho genio”, nos decíamos. Pero a la matrona en ningún momento se le escapó que aquello no era normal. “Este niño tiene mucha hambre”, me dijo. Enseguida mandó a mi marido a por una farmacia 24 horas (porque encima de estar en cuarentena era la hora de comer y las farmacias cercanas estaban todas cerradas) y nos pidió que empezáramos cuanto antes con la lactancia artificial mientras solucionábamos el problema real de toda esta situación que había durado ya demasiado tiempo: un frenillo lingual corto que no deja a Gabriel succionar bien, lo que hace que no coma suficiente y se pase el día con hambre, irascible y agotado porque por más que nos lo pidió, no supimos entenderle. Un problema que tiene una solución casi inmediata: en unos días tenemos cita con una pediatra para que se lo corte, una intervención sencillísima que, confío, nos salvará no solo la lactancia sino también problemas futuros en el habla para el peque. Casi nada.

Estas son las cosas que ocurren cuando nadie puede venir a verte, cuando no puedes salir a ningún sitio, cuando te obligan a encerrarte en casa con un recién nacido y asumes que todo lo que vives es normal, que si llora es porque salió gritón y si no es capaz de pasarse horas durmiendo es porque salió inquieto. No tuvimos a nadie alrededor con más experiencia que se espantara con sus gritos, que se alarmara por la escasez de pañales y que nos insistiera para que volviéramos a ir al médico. Tan solo hizo falta un biberón para que la paz reinara en casa y de repente pasáramos a tener al bebé más tranquilo del mundo. Pero para que llegara ese biberón fue necesario que alguien nos hiciera caso mientras los demás se preocupaban por el coronavirus, como si no existiera nada más importante. ¿Habremos perdido el norte?

PD: En todo este proceso también fue esencial nuestra amiga matrona Tania (la encontraréis en Instagram como @matronastur), la primera que nos pidió el sábado que fuéramos a urgencias y la que se quedó preocupada cuando nos dijeron que todo estaba bien. Saber que en medio de toda esta incertidumbre tengo una vía directa con alguien cariñoso, competente y capaz como ella me da tranquilidad para todos los sustos que sé que aún están por venir.