El parto de Lorena en la Fundación Jiménez Díaz (Madrid)

Eran las cinco de la mañana cuando decidí ir al hospital. Unas rítmicas punzadas en el abdomen hacían que llorase en tramos de veinte minutos, a veces cinco, a veces a penas tres. Vine a Madrid en 2013 y en estos siete años en la capital me he enamorado y he dado a luz a una preciosa niña llamada Alejandra. ¿Las circunstancias? Las peores para toda madre primeriza. Las urgencias de la Fundación Jiménez Díaz estaban desiertas a esas horas. Recuerdo que después de que un enfermero me facilitara una silla de ruedas un equipo de una decena de sanitarios aguardaban al final del frío pasillo: todos ellos ataviados con mascarillas y protegidos de cabeza a pies. Tras un amable buenas noches nos quedamos mirando. La mascarilla que llevaba puesta no me dejaba ver el largo pasillo. Solo quería llegar a la zona de maternidad y que me dijeran si efectivamente mi hija estaba llegando. Pero no fue así. Horas después de ponerme las famosas correas me mandaron de nuevo a casa.

Sin hambre y con muchas contracciones volvimos a entrar en nuestro domicilio a las nueve de la mañana. Desayuné sin ganas de comer y me dormí sin tener sueño. Todo fruto del dolor que cada vez era más fuerte. Después de comer, y viendo que las contracciones no eran todavía regulares, decidimos ver una serie para distraernos. Sobre todo yo. Un capítulo que no llegamos a terminar porque, tras una contracción que casi me deja sin conocimiento, noté que rompía aguas…¡Pero sentada! ¡En el sofá! Me puse enseguida de pie y fui corriendo a la ducha. Pero aquello no paraba. Mientras mi marido volvía a coger por segunda vez en el día la bolsa del hospital y una pequeña mochila deportiva con ropas de recambio intenté mantener la paciencia… Sin éxito. Los nervios me inundaban cuando estábamos bajando al portal. Uber en la puerta, sentí un poco de pudor al pensar que le iba a mojar el coche al pobre conductor. Eran poco más de las cinco de la tarde y, ahora sí, Alejandra estaba de camino.

Ya en el hospital, me informaron de que el proceso de dilatación estaba bastante avanzado y que teníamos que ir directos a paritorio. Y todo este proceso con una mascarilla puesta en una cara empapada por el sudor provocado por una mezcla de nervios, ansiedad y dolor.

Mi espera no fue del todo mala. La epidural me hizo el efecto deseado y pude descansar del dolor unas pocas horas. Hasta que a la una de la madrugada del jueves 30 de abril comenzó el parto. Miré el reloj. Eran la una y cinco, justo la hora en la que nací un 30 de septiembre de hace 33 años. Medio sonreí por ese detalle hasta que la matrona me explicó qué debía de hacer a partir de ese momento. Empujar aún sin sentir apenas la parte baja de mis piernas. Con una dulzura exquisita, Alejandra fue viendo el nuevo mundo despacito pero sin pausa. Un ritmo que le llevó a nacer en apenas 25 minutos. A la una y media en punto de la madrugada (puntual como su padre) la pequeña, ajena a los tiempos del coronavirus, se colocó en mi pecho. La mascarilla no me dejaba verla. Entre el sudor y los nervios no era consciente de lo mágico que era ese momento. Pero lo viví como un sueño. Un sueño hecho realidad del que también era consciente mi pareja, a juzgar por lo fuerte que me apretó la mano en ese momento y las lágrimas que caían por sus mejillas.

En los dos días y medio que pasé en el hospital casi me olvidé del dichoso virus. Aunque no del todo porque cada vez que entraba una enfermera a nuestra habitación teníamos que ponernos rápidamente las mascarillas. Una situación que, pensándolo en frío, parecía casi de película. Un momento que nunca hubiésemos pensado vivir. Y más unos padres primerizos. A lo que se sumó la ausencia de visitas al hospital y una vuelta a casa en un frío taxi.

Ahora, las horas en casa se hacen largas y los paseos a partir de las doce del mediodía, cortos. Pero todo se me olvida cuando la pequeña Alejandra, que hoy cumple quince días, te dedica una sonrisa sin nada a cambio. Solo esperando que le hagas un poco de caso.

Alejandra no es consciente de lo que hay ahí fuera. Nosotros, por desgracia, sí. Ella tendrá una historia que contar: la de que en 2020 un bichito nos metió a todos en casa e impidió que a ella la conocieran sus abuelos en sus primeros días de vida. Todo pasará, eso seguro. Pero en el mientras tanto tendremos que acostumbrarnos a una nueva realidad. La de 'visitar' al pediatra telefónicamente y pesar a tu pequeña en la báscula de casa. Nada es como antes. Pero ya nos estamos acostumbrando a tener en la lista de contactos preferentes a Feliciano y a Germán, los pediatras de Alejandra.

Lo que sí está claro es que estos niños, los de la generación covid, siempre serán recordados. Ellos podrán decir que nacieron en pleno estado de alarma por una pandemia: la que venceremos entre todos.

Lorena