¿Fin de mi cuarentena?

Han pasado ya más de seis semanas desde que nació Gabriel y me sigue costando reconocerme. No sólo en el espejo, cuyo reflejo me devuelve unas caderas marcadas, unos kilos de más, unas ojeras oscuras y largas. Y tuve suerte, porque la barriga se quedó en el paritorio, aunque siento que su flacidez me acompañará toda la vida.

Digo que no me reconozco y no hablo de mi físico, que también (no quiero ni recordar todos los pantalones que me esperan en el armario y que aún no consigo subir de la rodilla). Me refiero a que todo ha cambiado tanto que siento que la vida me pone a prueba una y otra vez. Yo, que siempre me consideré independiente y activa, me conformo ahora con poder darme una ducha a solas en algún momento de la mañana. Yo, que me pasaba a diario más de doce horas fuera de casa, ahora ni siquiera consigo salir todos los días esa hora que nos permiten de paseo. Y no porque no quiera, si no porque no me da la vida. Porque cuando me doy cuenta ha terminado el día y me lo he pasado preparando biberones, cambiando pañales, limpiando vomitonas, poniendo lavadoras y recogiendo la cocina. Y eso que ahora tengo mucha ayuda.

Digo que no me reconozco y pienso en lo engañada que estaba. En cómo me ha cambiado la imagen de la maternidad desde que yo misma soy mamá. Admiro a todas las mujeres, al concepto de mujer, a nuestra capacidad indescriptible no solo de dar vida, sino de quererla tanto como para renunciar a todo lo demás. Por muy duro que sea. A pesar de las noches largas, de los pocos ratos de manos libres, de todos esos momentos en los que nos toca respirar dos veces para no perder la paciencia.

Y sí, la maternidad es preciosa, pero de eso ya se habla tanto y tan repetido que cansa. Parece que una mujer debe ser feliz desde el instante en el que nace su bebé y para siempre. Y no. La maternidad consiste precisamente en combinar el amor más puro con el cansancio más extremo y sobrellevarlo con humor y cierta resignación. Asumir que nuestra vida ya no es nuestra, es de dos y que es el otro el que marca el ritmo.

Sí, la maternidad es preciosa, pero desde que soy mamá he tenido que reinventarme, que dejar de lado muchas cosas simples que me gustaba hacer (¿dónde quedó aquello de cenar pizza delante de la tele?) y darme cuenta de que sólo priorizando las necesidades de Gabriel, sabiéndole feliz, podré ser feliz yo, una felicidad más completa quizás, pero también mucho más cansada.