La vuelta al (tele)trabajo

21 de septiembre. Festivo local en Oviedo, mi lugar de trabajo. En el resto de Asturias la vida sigue. Gabriel ya está en la guardería y su padre, en el trabajo. En casa, el caos total ha dado paso al silencio más absoluto. Lo disfruto, son apenas unas horas. Si fuera un minuto más, sé que empezaría a echarlo todo menos.

La vuelta al trabajo -al teletrabajo en mi caso- ha sido una locura. Seis semanas intensísimas en las que he tenido que aprender a ser madre y trabajadora a la vez, a tiempo completo en ambos casos, y a conciliar una vida en la que trabajo y familia comparten lugar. Si no marco yo los límites, no existen. No hay posibilidad de escapar, de desconectar, ni de una parte ni de la otra, y lo que a priori parecía una gran ventaja se vuelve a menudo en contra.

Por suerte, la guardería llegó para salvarme la vida. Por muy de mala madre que sea decir eso, por mucho que me duela despedirme de Gabriel cada mañana, por mucho que aumenten las ganas de achucharle cada hora que paso sin él. El primer día me invadió la pena. La noche en vela, la mañana sin poder trabajar. ¿Estará bien? ¿Nos echará de menos? ¿Creerá que le hemos abandonado? ¿Sabrá que le seguimos queriendo tanto o más que antes? El primer día fue difícil también para él. Puchero al canto según me vio y felicidad absoluta tres segundos después, en cuanto me puse a jugar con él. En ese momento supe que me había echado mucho de menos, claro, tanto como yo a él, pero también que estaría bien en la guarde, que no nos guardaría ni un ápice de rencor por abandonarle allí cada mañana y me prometí que, a cambio, todo el tiempo que pasáramos juntos sería tiempo de calidad.

Límites, no queda otra. Teletrabajar no significa tener que priorizar el trabajo también fuera de horario ni creer que puedo poner una lavadora a las 12h de la mañana. No. Teletrabajar significa que durante ocho horas al día el salón se convierte en mi oficina. Da igual lo que pase más allá de la puerta. Dan igual los lloros, las risas o las cosas sin hacer. Todo eso se queda fuera. Pero teletrabajar significa también que hasta el segundo antes de encender el ordenador puedo estar con mi hijo, que puedo despertarle y prepararle para ir a la guardería porque no tengo que hacerme 25 km. para llegar a mi lugar de trabajo. Teletrabajar supone saber que paso las mañanas a diez minutos de donde están cuidando de mi hijo y que podré ir a recogerle y estar con él un par de horas a mediodía varios días a la semana. Teletrabajar consiste en concienciar a la familia de que mis horas de trabajo son eso, de trabajo, y que si vienen a cuidar de Gabriel tienen que hacerlo como si no hubiera nadie más en casa. Que no estoy allí disponible para todo, que no puedo tener la cabeza en mis tareas si a la vez me están preguntando si le toca comer, dormir o salir a dar un paseo.

Como cada día desde que nació Gabriel, las últimas semanas han sido de aprendizaje absoluto. De ir dándome cuenta de que algunas cosas no podían ser para aprender a hacerlas de otra manera. Y aún estamos en el proceso, pero siento que hemos avanzado mucho. La principal lección es que con el teletrabajo la conciliación depende casi en exclusiva de mí. Y debo convertir eso en una ventaja. Yo decidido hasta dónde llego, yo decido qué priorizo en cada momento.

Nacer en tiempos del coronavirus ha traído mucha cola. Muchos, muchísimos cambios apiñados en apenas unos meses. Si la maternidad es un choque frontal para todas las madres, para nosotras, las madres de la generación del coronavirus, el choque ha sido doble: contra nuestra realidad particular y contra la realidad colectiva. El mundo se ha vuelto loco, nada es como lo conocíamos, ni dentro, ni fuera de casa, y sólo de nosotras depende saber gestionarlo bien. Ahí es nada.