Una tristeza como una casa

Tenía una tristeza tan grande que se tuvo que comprar otra casa. No le quedó más remedio.

Durante años compartieron espacio, pero aquel cuchitril ya no daba para los dos. Mira que se lo había dicho. Que le dejara respirar, que le asfixiaba. Pero a la tristeza le gustaba estar encima, agobiante, impaciente, acechando sin parar, dispuesta a aparecer al menor descuido.

Por su culpa estaba a punto de perder su empleo. Siempre tenía que ir con él, oye. De la mano. Y si la tristeza no estaba bien vista en ningún sitio, mucho menos en una reunión de trabajo.

También se había ido quedando sin amigos. Tenía que cancelar muchos planes porque la tristeza no quería que se juntase con ellos y él no se atrevía a desobedecerla. Así que ellos habían ido dejando de llamarle.

La tristeza era tan posesiva que algunos días hasta le impedía ver la luz del sol. Ni hablar de subir las persianas. Ya no digamos salir a la calle. Había días que le obligaba a estar 24 horas pendiente de ella. Y los fines de semana eran aún peor.

Por eso, poco a poco, como quien no quiere la cosa, se fue quedando a solas con ella. Y un día decidió que, si la tristeza iba a ser su única compañía, ya era hora de tratarla bien.

Así que se compró otra casa. Una de dos habitaciones, para que la tristeza tuviera su propio espacio. Y empezaron a convivir de otra manera.

Algunas noches le preparaba la cena y se quedaban hablando hasta altas horas de la madrugada.

Fue aprendiendo a entenderla, a escucharla, a aceptar que estaba ahí y que se merecía toda su atención.

Y un día le salió del alma darle un abrazo.

Entre sus brazos, sintió que la tristeza se hizo un poco más pequeña y eso le ayudó a sentirse un poco mejor, a hacer la situación un poco más llevadera.

Después del abrazo le dieron ganas de subir las persianas. Y al hacerlo, la tristeza menguó otro poquito.

Después se dio una ducha. La tristeza todavía seguía ahí, pero ya era mucho más pequeña, mucho más manejable.

Él la veía a través del vaho, pero seguía a lo suyo. Cuanto más avanzaba él, más retrocedía ella.

Y fue así, cuando agarró con determinación la puerta y se dispuso a salir a la calle, cuando se dio cuenta de que aquello era justo lo que la tristeza siempre había necesitado.

Tener su espacio. Su propio hueco en aquella casa que era él mismo.

Esa era la única forma de que ella no terminara por ocuparlo todo.