Mi gran tropiezo con la lactancia materna (segunda parte)

Si me preguntaran qué ha significado para mí la maternidad, diría que ha sido el mayor baño de humildad de mi vida. ¡Y cuánta falta me hacía…! Gabriel todavía no ha cumplido un mes y ya me ha hecho ver que una cosa eran mis expectativas y otra muy distinta la realidad con un bebé en casa. Como ya conté en otro post, el parto fue el primer aterrizaje a tierra. Aterrizaje forzoso, en el que casi me quedo sin alas, sin motor y sin combustible y del que todavía me estoy recuperando.

Pero el asunto no quedó ahí. El segundo golpe de realidad fue la lactancia materna. Otro tema estrella durante todo mi embarazo. No podía estar más mentalizada sobre que dar el pecho era lo mejor para mi bebé. Me creí a todas las que me dijeron que había que desterrar la coletilla de “yo voy a dar el pecho si puedo…”. Me aseguraron que todas podíamos, que era cuestión de prepararse y de echarle tiempo y ganas. Y a mí ni me faltó el tiempo ni me faltaron las ganas. Y no pude. A los problemas con el frenillo del peque se me sumó después que la leche no me terminó de subir. Ni poniéndole a él al pecho hasta el sufrimiento, ni pasándome la vida enganchada al sacaleches. Y cuando me comentaron que la solución podría pasar por tomar un medicamento para los vómitos que provocaba como efecto secundario una subida de la leche, me dije que hasta ahí habíamos llegado. Que no sería yo la que rechazara la ayuda de expertos que llevaban años investigando para lograr la mejor leche de fórmula. Que se habían acabo las horas interminables de Gabriel enganchado a la teta, de la que se desprendía angustiado suplicando comida. Comida de verdad, no aquella aguachirri que le daba mamá.

Me dolió, claro. Me invadió la pena porque ninguna mujer está preparada para asumir que no es capaz de alimentar a su bebé. Pero ese sentimiento pronto se vio compensado por el alivio inmenso que supuso ver a mi hijo comer feliz y sin angustia mientras yo podía recuperar mi cuerpo y mi vida. Me di cuenta de que era mucho más importante poder dedicarle tiempo de calidad y desterrar de una vez ese hartazgo que se llegó a instalar en mí tras tantos intentos frustrados por ofrecerle algo que no nos llenaba a ninguno de los dos. De pronto, el encierro se me hizo un poco menos cuesta arriba y volví a ver el lado bueno de la maternidad. Me quité un enorme peso de encima y me bastaron unas horas para ser consciente de lo absurdo que hubiera sido alargar aún más aquella situación.

No diré que cada mujer es libre de decidir cómo quiere alimentar a su bebé y que no la debemos juzgar por ello. Sólo faltaba. Cada vez que leo esa frase me suena más hiriente y paternalista. No necesitamos que nadie nos perdone la vida. Sí diré, sin embargo, que mi enorme tropiezo con la lactancia no ha entrado en mi lista de fracasos, sino en la lista de experiencias que más han cambiado mi forma de ver las cosas. Espero que se me quede grabado a fuego que no puedo volver a opinar sobre nada que no haya vivido yo antes. O que, si lo hago, es muy posible que la naturaleza vuelva a ponerme en mi sitio.